La conectividad impulsa una creciente tendencia al aislamiento, sobre todo entre los más jóvenes.

Para algunos expertos, la tecnología se ha convertido en una adicción tan peligrosa como las drogas.

Tarde de sábado al sol en el barrio de Puerto Madero, Buenos Aires. El punto de encuentro –difundido vía redes sociales– fue un sitio junto al río, donde los enamorados van a llenar de candados las rejas, confiando en que esa cerradura active alguna promesa de eternidad. Al principio eran pocos –adolescentes de pelo cacatúa, lánguidos emos, grupitos de treintañeros, madres y padres desorientados y expectantes, acompañando a sus crías–, pero poco a poco el lugar se llenó de gente.

Cada quien con su celular en la mano, apenas moviéndose en el puesto. De hecho, todo el mundo parecía más concentrado en algo que no estaba “realmente ahí”, sino en sus pantallas. ¿Qué era eso? ¿Para qué juntarse en un mismo sitio si nadie miraba a nadie?

Aquel día de hace dos años, algunos entendieron, tal vez del más brutal de los modos, que el futuro, a veces, se presenta así: dejándonos afuera. Aquel día se lanzaba en Argentina un juego de realidad virtual llamado Pokémon Go, y la idea era juntarse a ‘cazar’ vía celular algunas de las muchas criaturas Pokémon que, por un rato, habían sido ‘liberadas’ en el barrio porteño. Vista de afuera, la escena no podría haber sido más extraña: cuerpos casi detenidos y celulares apuntando a la nada. Los que habían ido acompañados mostraban, cada tanto, los trofeos del caso: un Charmander, un Abra, un Baltoy. Seres imaginarios capturados al costado de un dique por humanos de todas las edades. ¿Estaban juntos? Sí, si entendemos por eso compartir un mismo espacio físico. Por lo demás, cada quien se zambullía en su pantalla y ahí se quedaba. Estaban juntos, pero no tanto. Reunidos. Y solos.

Precisamente así, ‘Alone Together’ (‘Juntos pero solos’), fue como la investigadora del MIT Sherry Turkle llamó uno de sus libros, al que dotó también de un subtítulo sugestivo: ‘Por qué esperamos más de la tecnología y menos de los otros’. Diez años antes, con ‘The Second Self’ (‘El segundo yo’), Turkle se había emocionado al imaginar un futuro en el que las nuevas tecnologías serían las herramientas al servicio de una humanidad más libre y más unida. Pero con el correr del tiempo verificó que muchas de aquellas expectativas se habían terminado. La fantasía de una hermandad cibernética comenzaba a mostrar rajaduras. Aparecían derivaciones inesperadas. Inquietantes.

Círculos viciosos

Entre ellas, la creciente dependencia frente a los dispositivos y la merma en las formas tradicionales de intercambio humano. El encuentro, la conversación y aun los conflictos comenzaron a estar mediados por aparatos, soportes y lenguajes absolutamente novedosos. “La vida de los jóvenes que tienen menos de 18 años está atravesada por las pantallas”, confirma Roxana Morduchowicz, doctora en Comunicación, autora de ‘Los chicos y las pantallas’ y consultora de la Unesco. “Es difícil comprender hoy la identidad juvenil sin tener en cuenta el papel que cumplen las tecnologías e internet. Hace diez años, los adolescentes argentinos se conectaban a internet 30 minutos por día. Hoy, 7 de cada 10 no apagan nunca su celular, incluso cuando duermen”, describe. En Colombia, según una investigación realizada por Tigo Une y la Universidad Eafit este año, el promedio nacional se establece en una hora con 46 minutos para los niños de 9 a 10 años, dos horas y 34 minutos para los de 11 a 12 años, cuatro horas con 19 minutos para los adolescentes de entre 13 y 14 años, y de cinco horas y cinco minutos para los jóvenes de 15 a 16 años.

¿Estaban juntos? Sí, si entendemos por eso compartir un mismo espacio físico. Por lo demás, cada quien se zambullía en su pantalla y ahí se quedaba. Estaban juntos, pero no tanto. Reunidos. Y solos

Ese contacto con las pantallas ya no es privativo de los adolescentes, sino que derrama sobre otras generaciones y convierte a cada quien en un mundo en sí mismo, una burbuja ambulante. Un universo autocontenido que para Germán Beneditto, psicólogo clínico especializado en tecnoadicciones e investigador externo de la Universidad Nacional de General Sarmiento, en Argentina, está directamente asociado a las nuevas tecnologías. “El poder de superar las fronteras físicas mediante un dispositivo contribuye a los fenómenos de encierro. Si de base existe una tendencia al aislamiento, las tecnologías actúan como facilitadores”, precisa.

No hace mucho, una empresa dedicada a la construcción de ventanales desarrolló una acción publicitaria con foco en los riesgos de salud a los cuales están expuestas las personas que viven, como la mayoría de nosotros, en ambientes cerrados y mal ventilados. Transformó la generación ‘indoor’ en una publicidad, pero también habló tácitamente de la clase de sociedades en las que nos hemos habituado a vivir: amuralladas, desconfiadas, temerosas.

“Es un fenómeno curioso, pero a menudo preferimos relacionarnos con el otro en una especie de edición de las relaciones –comenta Alejandro Tortolini, docente, investigador y consultor en tecnología educativa–. ¿Es producto de cierta desconfianza o del deseo de no dedicarle demasiada atención a nada que no sea uno mismo? ¿Es parte de la muerte del prójimo que menciona el filósofo Luigi Zoja? No lo sabemos. Tal vez, esta edición de la vida nos permite creer que podemos mostrarnos mejores de lo que somos y a salvo de declaraciones impulsivas. De hecho, mucha gente prefiere charlar vía mensajes de voz por WhatsApp en vez de hablar por teléfono”, señala. En palabras de Pierre-Marie Lledo, autor de ‘El cerebro en el siglo XXI’: en tiempos revolucionarios, también las preguntas se revolucionan. El problema es entonces ver si estamos realmente dispuestos a indagar sobre estas tecnologías que nos deslumbran.

Patricia Faur, docente de la Universidad Favaloro (Argentina) y psicoanalista, va todavía más lejos: “No me gusta demonizar la tecnología, pero es real que, así como ayudó a muchos a superar la ansiedad o las fobias sociales, a otros tantos los encerró en sus propias burbujas. Cada vez estamos más adentro. No solo más dentro de nuestras casas, sino también dentro de nuestros mundos. Tanto que este es uno de los problemas que más a menudo se traen a la terapia de pareja. La realidad aumentada, la realidad virtual, los audífonos y todo lo que se viene están planteando una nueva dimensión. Es central que comencemos a pensar en eso”.

En especial cuando se trata de una novedad que cambia la naturaleza de lo que conocimos hasta ahora, empezando por la tranquilizadora separación entre lo real y lo virtual. ¿Por dónde pasa esa frontera ahora que los dispositivos nos cuentan historias, nos llaman por nuestro nombre, nos despiertan con nuestra canción favorita y hasta pueden, llegado el caso, actuar sin nuestro consentimiento?

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En ese sentido, el caso de Alexa, la asistente personal de Amazon, tiene todo lo necesario como para inquietar a más de uno. Cilíndrica y discreta, Alexa imita un parlante, pero es mucho más que eso: puede decirnos qué hace falta comprar o conversar con nosotros. Pero, desde que usuarios en Estados Unidos comenzaron a denunciar que Alexa podía encenderse sola de noche, comenzar a tocar una canción y hasta reír, el entusiasmo amainó. Se habló de “errores de programación” aunque, ¿cómo saber a ciencia cierta qué hace ese aparato que es a nuestros fieles cachivaches de antaño (batidora, lustradora, lavarropas) lo que un fénix a un perro?

Así las cosas, no es extraño que para millones de personas olvidarse el celular en casa equivalga casi a salir sin ropa. El punto titilante que cada uno de nosotros representa dentro de la red de redes opera como una gran manta de luz que, al tiempo que aísla, protege del entorno. Como una casita portátil adonde llevar, replegado sobre sí, lo que somos y fuimos. Nuestro universo personal. Algo que en el caso de los más pequeños a veces cobra una importancia crucial. “¿Hay conexión? Porque si no hay señal, no voy”, suele ser una respuesta habitual a una invitación que implique viajar a sitios sin acceso a la red. “Viven enchufados, sobre todo a juegos. Es una de las adicciones más difundidas, y pasa desapercibida porque se ha naturalizado”, comenta la psiquiatra Graciela Moreschi, autora de ‘Adolescentes eternos’. “Cuando no están enchufados, se aburren. Están incluso deserotizados, porque la libido está puesta en la computadora. Las relaciones sociales son escasas o nulas y las afectivas, también, lo que aumenta el círculo vicioso. A los padres les diría que se arriesguen, porque un chico en casa no adquiere herramientas. Si la calle es peligrosa, el mundo será peor si no se sale a tiempo. Y tengan claro que la tecnología es una adicción tan peligrosa como la de las drogas ilegales”, sostiene.

Sin embargo, y más allá de lo que suceda con las personalidades vulnerables, algunos especialistas destacan que la llamada ‘generación de interiores’ está redefiniendo muchas cosas. “Se comienza a crear un espacio en donde la vieja puja entre real y virtual se deshace. Sin demonizar la tecnología ni los avances inevitables, creo que hay que acompañar y redirigir todo esto hacia lugares más saludables”, precisa Faur. En el mismo sentido, para Morduchowicz está claro que el fervor por las redes no es más que una forma de estar en el mundo. “Las pantallas no hacen que los chicos se aíslen. Estudios internacionales reflejan que, cuando definen qué es un día divertido, la enorme mayoría elige salir con amigos y no usar el celular o navegar en internet. La primera opción sigue siendo la vida real”.

Es real que a otros tantos  la tecnología los encerró en sus propias burbujas. Cada vez estamos más adentro. No solo más dentro de nuestras casas, sino también dentro de nuestros mundos

Tal vez porque, como concluye Faur, “todavía hay algo que es irreemplazable: las caricias, el abrazo, la tersura de una voz. El tema será entonces seguir trabajando no tanto en redes sociales como en redes humanas”. Estar ahí, cerca, sin ninguna pantalla negra que oficie de escudo frente al mundo.

FERNANDA SÁNDEZ
LA NACIÓN (Argentina) – GDA
En Twitter: @LANACION

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