Este pasado domingo con motivo del centenario del armisticio de la Gran Guerra no han sido pocos dirigentes internacionales los que han coincidido en poner en la picota el nacionalismo. Tras adentrarme en lo dicho por el presidente francés, Emmanuel Macron, no pude ocultar cierta sorpresa por su diatriba a lo que él consideraba nacionalismo. Detrás de sus palabras existía una crítica velada a Estados Unidos y a otros países europeos como Italia, Polonia o Hungría por no compartir la visión del mundo que Macron quisiera. Podremos adjetivar a los gobiernos de los países aquí citados de muchas maneras, pero para nada representan ese nacionalismo que prendió la mecha de la Primera Guerra Mundial. Todos los estados del mundo, incluida la Francia de Macron, han defendido, defienden y defenderán sus intereses nacionales, por lo que no pueden ser tildados de nacionalistas por ello. Los EEUU que están de retirada de la arena internacional no se repliegan porque así lo haya decidido Trump caprichosamente.

EEUU, pese a su poderío militar y económico, no puede perpetuar su hegemonía y ejercer eternamente el papel de sheriff mundial por lo que el cansancio de su sociedad ante tantas aventuras bélicas conduce a un aislacionismo natural. Ese aislacionismo o defensa de las fronteras y de todo lo que esté relacionado con conservar los principios soberanos de cada unidad estatal podrá gustar más o menos, pero no es ejemplo de casus belli. Lo verdaderamente peligroso es el apetito expansionista o imperialista de romper el equilibrio de poder o de acentuar el desequilibrio existente. En este sentido, los fantasmas del nacionalismo que sí que comprometen nuestra convivencia son los que desencadenaron a través del rencor y animosidad la Primera Guerra Mundial y los que dos décadas después condujeron a otra guerra todavía mucho más cruel y sangrienta, la Segunda Guerra Mundial.

El que fuera presidente de EEUU en 1918, Woodrow Wilson, ha sido habitualmente enaltecido en las Relaciones Internacionales por ser impulsor de los llamados ‘Catorce puntos’ que fueron la fórmula que los estadounidenses propusieron para traer la paz al mundo y que, entre otras cosas, hablaba de la creación del precedente de la actual Naciones Unidas a través de la Sociedad de Naciones y el derecho de autodeterminación de los pueblos. Ese último concepto fue una verdadera trampa porque lo único que hizo fue avivar la polémica y dar alas a los movimientos nacionalistas que tanta sangre han derramado en el siglo XX y que ha rebrotado de manera exacerbada en los últimos años en lugares como Cataluña. Cuando Wilson hablaba del derecho de todas las naciones amantes de la paz a vivir su propia vida y decidir sobre sus instituciones, no era consciente de que infundió unas esperanzas que nunca iban a cumplirse en muchos rincones del mundo y que “no se apercibió de los riesgos hasta que ya fue demasiado tarde para detener a los que intentaban convertir el principio en una realidad”, como dijera el entonces secretario de Estado, Robert Lansing.

Wilson llegó a decir en el Congreso de los EEUU que las aspiraciones nacionales no debían introducir nuevos elementos de antagonismo y enfrentamiento. Se declaró en contra de apoyar a los nacionalistas irlandeses, que querían salir de la dominación británica. En aquella ocasión, aseguró que los irlandeses vivían en un país democrático y podían solucionar las diferencias por medios democráticos. Finalmente, un Wilson escarmentado se arrepintió de haber introducido el derecho a la autodeterminación, pero ya fue tarde. El nacionalismo ya se había echado a la carretera y 100 años después sigue dividiendo sociedades avivando el odio y resentimiento.

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