Entre los tópicos de la retórica procesista, hay uno al que no se ha prestado suficiente atención; obviamente, para desmentirlo con rotundidad. Me refiero a la consideración de que los dirigentes soberanistas han traicionado las ilusiones de su electorado, y “el poble català” ha sido víctima de una suerte de fraude a gran escala. A esa queja se apuntan tanto los chicos de la gasolina de la CUP —Xabier Arzalluz pixit, que diría Carmen Calvo—, desengañados como López Tena o la propia Clara Ponsatí, el tercerismo e incluso cierto antinacionalismo. Así, los independentistas de buena fe habrían confiado legítimamente en que un sortilegio —léase, referéndum fake— propiciaría la secesión y con ella, un mundo edénico, sin aristas ni traumas, grotescamente resumido en ese ‘con la república catalana ¡habrá helado de postre!’ con que la ANC y sus terminaciones nerviosas embadurnaron las calles.

De la teoría del engaño a los votantes nacionalistas no sólo se sigue que éstos carecieron de toda responsabilidad, cuando, de hecho, no habido —no  hay— más responsables de la crisis que esos dos millones de catalanes que, en el culmen de la inmoralidad, siguen tratando de persuadir al mundo —y sobre todo, de persuadirse a sí mismos, no hay nacionalismo sin endogamismo— de que España es un Estado posfranquista. Además, se apunta la necesidad, incluso como punto vertebral de un futuro programa electoral, de mitigar la frustración colectiva. Lo que, obviamente, sólo puede traducirse en un nuevo capítulo de concesiones, ya se trate del reconocimiento de la España plurinacional o del blindaje de las competencias identitarias. Eufemismo, por cierto, que según ilustra Juan Claudio de Ramón en ese formidable tratado pedagógico que es su ‘Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña’, no enmascara sino la pretensión de que los tribunales no se pronuncien sobre el asunto.

Textualmente: “Una suerte de zona de exclusión aérea que los tribunales de la federación [España, Estado federal de facto] no puedan sobrevolar”. Al parecer, sus víctimas hemos de compensarles. ¡Es que son dos millones! Nos lanzan como argumento. Perdonen, señores, 270.000 fueron los damnificados del Fórum Filatélico y ellos pusieron sus ahorros, que son palabras mayores. Ya se intentó que fuera el Estado con los dineros de todos quien se hiciera cargo de la tomadura de pelo. Pero sus dirigentes fueron a la cárcel y a los engañados les ha tocado conformarse, por el momento, con la devolución de tan sólo el 20,5% de los ahorros. Ese Fórum Filatélico de la independencia, de la República, del reconocimiento internacional y de la Tierra Prometida ha roto ilusiones, pero no es lo mismo. En realidad nos ha arruinado, pero a todos, sin discriminar apellidos. Eso ha sido lo más democrático del procés.

¿Y qué hay de la frustración de los no nacionalistas? ¿Se prevé algún tipo de reparación para quienes llevamos 40 años soportando la gota malaya del soberanismo? ¿Por qué nosotros deberíamos tener menos derecho a, por ejemplo, una ley de cierre autonómico que impida en lo sucesivo más aventuras suicidas? Y ello siendo magnánimos, porque la verdad es que en todos los sondeos que se efectúan al respecto, la opción de devolver competencias estratégicas al Estado central tiene cada día más y más partidarios. Ante la evidencia de que el nacionalismo catalán ha utilizado la televisión autonómica y la escuela pública como instancias de adoctrinamiento y a los Mossos d’Esquadra como policía política, ¿no estaríamos ante una medida razonable?

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